El leñador intrépido Fue una hazaña maravillosa hasta para un leñador intrépido. Se consideró algo extraordinario. Este cuento es una adaptación del capítulo 2 de Pasión por las almas, de Oswald J. Smith. El autor quiso, a través de esta fantástica narración, confrontar al lector con lo fútil de los logros humanos al compararlos con un llamado de Dios que puede afectar eternamente a miles de vidas, conduciéndolas a la salvación. Para entender mejor la historia es bueno leer la nota al capítulo, del propio Oswald Smith: Sobre la costa occidental del Canadá existen bosques de pinos donde no es extraño ver que algunos superan los cien metros de altura. La tala de semejantes árboles requiere de leñadores especializados, quienes, antes de derribar por tierra a esos gigantes, trepan hasta lo alto del tronco para cortar, en primer lugar, la copa e instalar, luego, los aparejos con los que transportar el tronco cortado. Se suelen hacer concursos de destreza entre los leñadores, que en ocasiones han producido caídas fatales. El leñador intrépido Fue una hazaña maravillosa hasta para un leñador intrépido. Se consideró algo extraordinario. Los alegres hacheros de la Costa del Pacífico nunca olvidarán la emoción que sintieron mientras observaban al temerario y audaz muchacho balanceándose entre el cielo y la tierra. Se había elegido el árbol el día anterior. Un inmenso pino Douglas de unos cien metros de altura, con un diámetro de dos metros en su base, perfectamente derecho y pelado casi hasta la copa. No era un árbol fuera de lo común, por lo menos en la Columbia Británica, pero se trataba de uno especialmente seleccionado y muy apropiado para el concurso de leñadores. El joven hachero, de diecinueve años, rostro alegre y aire despreocupado, era el centro de toda la atención aquella tarde. Después de meses de entrenamiento especial había llegado a ser uno de los mejores leñadores de la costa. Saltando por el tronco del árbol, con los clavos largos de su calzado y una correa alrededor de la delgada cintura, trepó los quince primeros metros como una ardilla y se hallaba ya muy arriba antes de que los robustos compañeros, al pie del árbol, se dieran cuenta de que había desaparecido entre las ramas. Echando la soga alrededor de sí, hincó los clavos de los zapatos firmemente en la corteza del árbol. Con su cabeza hacia atrás, seguía ascendiendo exitosamente ayudado por el excelente estado atlético de su cuerpo. Arriba y siempre hacia arriba escalaba, a la par que la inmensa copa se mecía por sus movimientos. Muchos de los observadores, cansados de mirar a lo alto, se acostaron de espalda para verlo mejor. Se oían incesantes gritos de asombro y excitación, animando al joven. Con razón se esforzaba. Era su día y él había concursado, no tanto para vencer a los rivales, lo daba por hecho, sino para superarse a sí mismo. Por fin, se detuvo a una altura de sesenta metros. Suficiente. Ahora a trabajar. Sacó su hacha y empezó a cortar el árbol dando vuelta al tronco continuamente, sosteniéndose con su fuerte correa. Daba golpes firmes, haciendo caer una lluvia de astillas sobre las personas que desde abajo lo observaban. De dos cosas tenía que cuidarse, pues había un par de posibles accidentes que todo hachero ha de evitar: si erraba un golpe podría cortar la correa que lo soportaba y el resultado sería fatal (hacía una semana que se produjo un incidente así en la Isla de Vancouver y el cuerpo lleno de golpes y sin vida del descuidado Tim se recogió al pie del árbol); además, tenía que estar bien seguro de que cortaba perfectamente el tronco en su circunferencia, no fuera que, al romperse el árbol, se rasgara llevando consigo la correa que estaba alrededor del cuerpo del leñador (tal cosa ya había acontecido a otro leñador y aún estaba fresco el recuerdo de ese fatal suceso). Pero el joven se mantenía muy alerta y lo había practicado cientos de veces. Todo debía marchar bien. La copa del árbol, cortada correctamente, cayó a tierra con el estrépito de un trueno, obligando a los leñadores a saltar a un lado para evitar ser golpeados por ella. Fue entonces cuando el intrépido leñador se vio frente a su peligro real. El tronco oscilaba peligrosamente, con movimientos de cinco a siete metros debido a la vibración causada por la caída de la copa. De no estar prevenido se hubiese dejado llevar por el tronco y como resultado del golpe su rostro hubiera quedado desfigurado al chocar una y otra vez contra el árbol. Tan violento fue el rebote. Descendiendo unos cuatro metros, con el fin de evitar un posible resquebrajamiento, se afirmó de nuevo para esperar que el inmenso pino dejase de oscilar. Y ahora, de acuerdo con las leyes de los trepadores, le tocaba dedicarse a preparar el aparejo: llevar arriba la polea de doscientos kilos, con un aparejo que tendría que asegurar en la punta del árbol. Pero el valiente muchacho no efectuó el ...