Pero Madrid, aunque celebre su nombre y lleve un barrio en su honor, no la vio nacer. Su historia empieza en Salamanca, en 1465, en una familia de hidalgos que había perdido su fortuna, como tantas veces ocurre en esas vueltas cíclicas de la nobleza. Desde niña, Beatriz mostró una inteligencia resplandeciente, de esas que deslumbran y asustan a la vez. A los quince años, dominaba ya el latín, y no de cualquier manera, sino con una precisión y una elegancia que sobresalían. Leía los textos clásicos y se deleitaba con Aristóteles, profundizando en pensamientos que pocos hombres podían entender. A los veintiún años, estaba lista para ingresar en un convento y, allí, en la quietud de los claustros, entregarse al saber y la oración. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de emprender ese camino, llegó la llamada que cambiaría su vida: la Reina Isabel la Católica la convocó a la corte. Se convirtió en la sabia, la ilustrada, La Latina. Una mujer, una diosa, una rebelde.

Alice Guy Blaché fue mucho más que una pionera del cine: fue la primera en hacer del cine algo más que un espectáculo, en contar historias que capturaban emociones y hablaban de la condición humana. Desde 1896, cuando los hermanos Lumière apenas proyectaban escenas cotidianas, ella ya exploraba la ficción y sentaba las bases del lenguaje cinematográfico. Innovadora en montaje, efectos especiales y primeros planos, fundó una productora propia en un mundo de hombres y rodó más de mil películas, desde dramas hasta fantasías, en Francia y Estados Unidos.

Sin embargo, la historia le dio la espalda. Mientras los nombres de los hermanos Lumière y George Méliès se consagraban, el de Alice se borraba, sus películas se atribuían a otros, y su rol en el cine quedaba sepultado. Hoy, devolverle su lugar en la historia es reconocer que ella inventó el cine narrativo, y que sin su mirada visionaria, el séptimo arte no sería lo que es. Alice Guy Blaché: la mujer que imaginó el cine cuando otros solo miraban. Una mujer, una diosa, una rebelde.

María Estuardo, la niña coronada, tenía apenas nueve meses cuando le colocaron el cetro en sus diminutas manos. María fue enviada a Francia con apenas cinco años, apartada de su madre, de su Escocia, y de todo cuanto conocía. Viviría en la corte de los Valois, en esa Francia dorada y envenenada, donde el lujo era tan brillante como el acero de las dagas bajo las túnicas. María aprendería los secretos de la nobleza y la traición.